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EL LABERINTO



El laberinto es una figura presente en todas las civilizaciones, se trata de una construcción sin una finalidad aparente que está asociada a los rituales de iniciación, por ello, aquel que ingresaba al laberinto era considerado un héroe.
La leyenda más conocida que recoge a este símbolo como protagonista es la del Laberinto del Minotauro que aparece protagonizando la imagen de presentación del post.
El laberinto es un símbolo que representa las dificultades de nuestra vida, con su búsqueda permanente, sus avances y retrocesos y las dificultades que debemos afrontar hasta llegar a lo que creemos que es el objetivo.
Venimos a este mundo sin manual de instrucciones, sin conocer bien nuestro propósito vital. La única brújula que tenemos se encuentra alojada en el interior de nuestro corazón. Esta brújula siempre apunta hacia un Norte que no lo podemos ver. Nuestro corazón siente añoranza por ese Norte y eso nos produce desasosiego. Este viaje de regreso al Norte se convierte en un auténtico laberinto que esconde tanto monstruos aterradores, como fabulosos tesoros. Sin embargo, el laberinto no es lo que parece; cuando atisbamos el Centro nos damos cuenta de que el laberinto es una construcción mental nuestra, que podemos atravesarlo sintiéndonos libres de condicionamientos por unos instantes. Este “darse cuenta” es sólo un atisbo ya que  rápidamente el laberinto vuelve a levantar sus muros a nuestro alrededor, generando frustración, desmotivación y desesperanza en nuestra peregrinación.
El laberinto simboliza también el inconsciente, el error y el alejamiento de la fuente de la vida.  El principal objetivo del laberinto es alcanzar el centro, es decir, el acceso iniciático a la realidad absoluta y a la vida eterna, por eso otra de sus representaciones tiene que ver con el aprendizaje sobre la muerte. Por eso los laberintos prehistóricos y los más antiguos eran de diseño circular, por su gran parecido a una espiral que tiene una cualidad atrayente hacia al centro, como una abismo o un remolino de agua.


Los cristianos adaptaron el significado del laberinto a las necesidades de la religión, transformándolo en el camino de la salvación, también llamado camino de Jerusalén. Algunos templos y catedrales contaban con un laberinto pero se han conservado muy pocos,  como ejemplo tenemos el laberinto de la iglesia de Orléansville en Argelia, actualmente conservado en la catedral de Argel y el de la catedral de Chartres, en Francia, cuyo recorrido se consideraba como un “sustituto” del peregrinaje a Tierra Santa.



El laberinto puede reproducir el laberinto celeste, aludiendo los dos a la misma idea, la pérdida del espíritu de la creación, “la caída” de los neoplatónicos, y la consiguiente necesidad de buscar el “centro” para retornar a él.
El premio está reservado a aquel que haya invertido en su crecimiento personal y realización, a través de un proceso de reflexión y de búsqueda interior. Una vez que llegamos a conocernos realmente y superadas todas las pruebas, alcanzamos el centro y  es allí donde nuestra naturaleza más elevada debe vencer al Minotauro, que es una metáfora de todos nuestros miedos y de nuestros instintos más primarios, será entonces  cuando estemos en condiciones de obtener el Tesoro de los Tesoros que buscábamos y de reconocer la estrella del Norte que dará sentido a nuestra vida sino también a nuestra muerte.



Aunque parece que el mayor desafío en el laberinto sea el de encontrar el centro, sin embargo, lo más difícil es salir de él para aplicar todo lo aprendido en la vida cotidiana. Esta es la gran prueba donde muchos fracasan, este es el Viaje del Héroe. El deber de todo héroe que ha alcanzado el centro es volver para ayudar y acompañar a otros a que encuentren su centro, actuando como el Hilo de Ariadna, ese mismo que ayudó a Teseo a encontrar la salida del laberinto una vez que visitó su centro y acabó con sus miedos representados en la figura del Minotauro.

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